domingo, 28 de agosto de 2016

Bases neurobiológicas de las emociones
 En los comienzos de este siglo XXI estamos asistiendo a un fantástico auge en el interés científico por la comprensión de los mecanismos neuropsicológicos que intervienen en la construcción de esas experiencias tan peculiares que llamamos emociones.
Este interés, por supuesto, no es nada nuevo pues han sido muchos los pensadores y científicos que se han interesado por los fenómenos emocionales a lo largo de la historia desde muy diversas perspectivas. Ya desde la Antigüedad grandes filósofos como Platón o Aristóteles plantearon teorías genuinas sobre las emociones. Sin embargo, durante la Edad Media las pasiones fueron adquiriendo un carácter negativo (identificándose con la enfermedad del alma y el origen de todos los pecados), encontrándose, desde una visión dualista de la naturaleza humana, en constante lucha con el componente virtuoso de la mente, la razón. Con el paso del tiempo y llegados a la época renacentista, el término afecto fue sustituyendo al de pasión pero, con postulados como los de René Descartes, se consolidó la concepción de las emociones como perturbadoras de la cognición, por lo que siguió primando una visión peyorativa de las mismas. No obstante, a finales del siglo XVIII y con Rousseau a la cabeza, empieza a germinar una visión optimista sobre la naturaleza humana. A raíz de esta “nueva” concepción de la vida y, por tanto, de las emociones, la búsqueda de la felicidad, ya planteada por Aristóteles como la motivación básica del ser humano, pasó a ocupar un importante lugar en las corrientes de pensamiento.
Durante el siglo XIX el estudio de la emoción se va separando de la filosofía y profundizando en aspectos más biopsicológicos, contribuyendo significativamente al surgimiento de la psicología como ciencia independiente. Charles Darwin, padre de la biología moderna y uno de los fundadores de esa nueva ciencia, publicó, en 1872, la obra sobre emociones más importante hasta aquella fecha (Darwin, 1872). Otro de los pioneros del estudio de las emociones desde una perspectiva psicológica o, más concretamente, psicofisiológica, fue William James, al resaltar el papel de las respuestas periféricas (autónomas y motoras) en la constitución de las experiencias emocionales (James, 1884), perspectiva que guarda una estrecha relación con la hipótesis del marcador somático propuesta actualmente por Damasio.
A lo largo del siglo XX van proliferando diferentes teorías según centran su foco de atención en unos u otros aspectos de los fenómenos emocionales. Así, de las críticas recibidas por la postura psicofisiológica surgió la tradición neurológica encabezada por Cannon y Bard y sus teorías centralistas. Este nuevo enfoque pone el énfasis en la activación del sistema nervioso central más que en el periférico, proponiendo que tanto la experiencia emocional como las reacciones fisiológicas son acontecimientos simultáneos que surgen del tálamo. Por otra parte, sabemos que Sigmund Freud también se ocupó en profundidad de las emociones, aunque no propusiera una teoría explícita para ellas, haciendo hincapié en la especial importancia de la experiencia emocional vivida durante la infancia para la configuración y comprensión de la vida afectiva del adulto (aquí entraría en juego la clásica, y muchas veces denostada, dicotomía entre consciente e inconsciente que, sin embargo, a la luz de las nuevas perspectivas ofrecidas desde la neurobiología y la psicología cognitiva, parecen engarzarse a la perfección con los sistemas de aprendizaje y memoria explícitos e implícitos (Aguado, 2002). Desde enfoques conductistas también se han estudiado las emociones, prestando especial atención al proceso de aprendizaje de las mismas, el comportamiento manifiesto que permite inferirlas y los condicionamientos que las provocan. De este enfoque, además de la gran utilidad de los paradigmas de condicionamiento y las definiciones operacionales en la investigación experimental, se han derivado técnicas de especial interés en la intervención clínica de las alteraciones emocionales. Sin embargo, en el último tramo del siglo XX las teorías cognitivas fueron ensombreciendo el enfoque conductista y tomando un papel dominante. Éstas consideran que la emoción es consecuencia de una serie de procesos cognitivos como interpretación, valoración, atribución o expectativas, que se sitúan entre los estímulos y la respuesta emocional. Se centrarían por tanto en la evaluación positiva o negativa del estímulo que realiza el sujeto en función de cómo ha interpretado el estimulo y no tanto en el acontecimiento en sí. Este enfoque también originará determinadas terapias que demostrarán una elevada eficacia en trastornos como la depresión o la ansiedad patológica (Beck, 1990).
A partir de la década de los noventa se produjo un crecimiento exponencial de la investigación científica sobre las emociones, siendo la tendencia general apostar con fuerza por una comprensión unificadora de los procesos que intervienen, inevitablemente, como eslabones interrelacionados en el comportamiento de un organismo. Así, autores como Fridja o Buck proponen modelos comprensivos que integran motivación, emoción y cognición (Fridja, 1993) (Buck, 1991). Además, en el caso de Buck, se sintetizan enfoques biológicos y cognitivos al proponer la existencia de un sistema fisiológico innato que reacciona involuntariamente ante estímulos emocionales y otro cognitivo-cortical adquirido cuya reacción es social y simbólica, funcionando ambos de manera conjunta para producir el output emocional. De esta manera, se ha llegado a un punto en el prácticamente todas las teorías generales sobre las emociones consideran, ya sea de manera explícita o implícita, la íntima relación entre emoción, cognición y conducta, así como su vinculación con múltiples mecanismos neurológicos, muchas veces superpuestos, que los sustentan (Kolb, 2005).
Por tanto, lo que dota de una especial relevancia al momento actual en que nos encontramos, y lo que determina el hacia dónde vamos, es el énfasis que se está poniendo en la integración de los diferentes niveles de análisis que la ciencia actual permite: -póngase aquí cualquiera que pueda relacionarse con el comportamiento humano; bioquímica, neurología, psicología y un largo etcétera según atendamos a mayores o menores niveles de inclusión-, que constituyen lo que se ha denominado neurociencia afectiva (Panksepp, 1998). Este “nuevo” enfoque asume que para poder comprender en toda su complejidad los fenómenos emocionales es fundamental atender tanto a los procesos neurobiológicos que los sustentan como a los procesos cognitivos y psicológicos que de ellos emergen y que dan lugar a esas, a veces esquivas y quizás por ello tan fascinantes, experiencias a las que llamamos emociones (Feldman, 2007).
Recordemos que cognición -del latín cognitio, "acción y efecto de conocer"- hace referencia a la capacidad de procesar información de origen externo o interno, de manera consciente o inconsciente (de hecho, parece ser que la mayor parte de la información que procesa nuestro sistema cognitivo se realiza de manera no consciente) y, a partir de la integración de lo percibido en el momento con lo experimentado previamente, adquirir nuevos conocimientos. Desde las perspectivas más estrictas se considera que las funciones cognitivas, objeto de la neuropsicología, son la atención, memoria, lenguaje, gnosias, praxias, función visoespacial y esa amalgama de funciones “superiores” que se suelen agrupar en el término función ejecutiva: razonamiento, planificación, toma de decisiones, control de impulsos, etc. Sin embargo, las cosas no son siempre blancas o negras, orgánicas o de la mente, ya que existen grados intermedios, colores que -acéptese el juego de palabras- las nuevas técnicas neurofisiológicas y de neuroimagen funcional nos están empezando a mostrar. Hoy por hoy, podemos asumir que las enfermedades del cerebro y de la mente, aunque se expresen semiológicamente de manera distinta, tienen su base en el cerebro. Y, probablemente, llegará el día en que se podrán encontrar correlatos neurobiológicos a todas las enfermedades mentales, ya sean estructurales, (dis)funcionales o de ambos tipos, del mismo modo que no se concibe un comportamiento normal sin algún tipo de actividad y estructura neural que lo sustente. Ahora bien, tampoco deberíamos cometer el error de caer en un excesivo reduccionismo y olvidar que existe una bidireccionalidad entre lo estructural y lo funcional, entre lo orgánico y lo psicológico, que se influyen y modifican mutuamente al ser dos instancias inseparables de un mismo sistema. Pues nada son realmente la una sin la otra.

Entonces, ¿qué son las emociones? Como hemos podido ver en las líneas anteriores, se trata de fenómenos complejos capaces de abarcar diferentes niveles de análisis. Empezando simplemente por la semántica podemos decir que el término emoción proviene del latín e-motio -movimiento hacia-, expresando la idea de que en toda emoción hay implícita una tendencia a actuar con algún propósito, una tendencia a moverse en alguna dirección. En el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española se definen como una alteración del ánimo intensa y pasajera, agradable o penosa, que va acompañada de cierta conmoción somática.
En general, la palabra emoción no es más que una etiqueta, una manera de referirse a aspectos del funcionamiento psicológico y del organismo pues, como señala Lazarus, no existiría la facultad de la emoción, sino diferentes tipos de emociones controladas por mecanismos y procesos neurológicos específicos que les confieren una entidad y experiencia subjetiva únicas (Lazarus, 1991). Algo parecido sucede cuando hablamos de percepción, pues aunque se trata de un término por todos reconocido, cuando se quiere realizar un acercamiento más exhaustivo a la misma se empiezan a diferenciar distintos sistemas, y hablamos entonces de la visión, la audición, el tacto… seguramente, en la medida en que avancemos en la comprensión de los distintos sistemas cerebrales involucrados en cada uno de los fenómenos emocionales (por lo menos en aquellos más básicos) podremos también establecer diferenciaciones claras entre ellos al estilo de lo que ha ido sucediendo con otras funciones cognitivas como la memoria o las funciones ejecutivas.

Funciones de las emociones
Actualmente se está de acuerdo en considerar que las emociones constituyen una serie de mecanismos corporales desarrollados durante la historia evolutiva de los organismos (filogenia), susceptibles de modificarse -al menos en parte- mediante el aprendizaje y la experiencia (ontogenia) y cuyo principal objetivo es aumentar la homeostasis, la supervivencia y el bienestar del organismo (Adolphs, 2002). Genéricamente, podemos establecer tres funciones principales:
1.Adaptativa: Facilitan el ajuste del organismo a nuevas condiciones ambientales. Cada emoción, tanto las consideradas positivas como las negativas, tendría una utilidad determinada.

2.Motivacional: Potenciando y dirigiendo conductas (en la dimensión atracción-repulsión).

3.Comunicativa:en dos niveles

§ Intrapersonal: como fuente de información.

§ Interpersonal: en una dimensión social, comunicando sentimientos e intenciones (principalmente de manera no verbal), influyendo en la conducta de otros y potenciando las relaciones.
Las emociones nos mueven hacia aquello que se evalúa como agradable y nos apartan de lo que nos resulta aversivo, adquiriendo un papel fundamental en la toma de decisiones y la solución de conflictos. Así, las reacciones emocionales resultan de especial utilidad cuando nos enfrentamos a información variada e incompleta o a situaciones demasiado difíciles como para ser resueltas exclusivamente a través de razonamientos. De hecho, las emociones parecen tener la capacidad de modular la actividad del resto de funciones cognitivas pudiendo llegar incluso a tomar un papel dominante en la estructuración de los de procesos cognitivos.
Componentes de las emociones.
Las emociones son estados complejos del organismo, respuestas globales en las que intervienen distintos componentes (Kolb, 2005):
§ FISIOLÓGICOS: se trata de procesos involuntarios como el tono muscular, la respiración, secreciones hormonales, presión sanguínea, etc., que involucran cambios en la actividad del sistema nervioso central y autónomo, así como cambios neuroendocrinos y neuromoduladores.

§ COGNITIVOS: Procesamiento de información, como decíamos antes, tanto a nivel consciente como inconsciente que influye explícita e implícitamente en nuestra cognición y en nuestra vivencia subjetiva de los acontecimientos.

§ CONDUCTUALES: Expresiones faciales, movimientos corporales, tono de voz, volumen, ritmo, etc., que determinan conductas distintivas de especial utilidad comunicativa.
Multitud de estudios confirman que estos componentes interactúan a través de relaciones bidireccionales para generar las complejas respuestas emocionales, sin embargo, al mismo tiempo se ha encontrado que no siempre funcionan de manera sincrónica. Dicho de otro modo, estos componentes son parcialmente independientes por lo que pueden presentar una baja correlación o incluso ser contrarios (es lo que se ha denominado desincronización o fraccionamiento de respuestas (Lacey, 1967). Este hecho ha supuesto una dificultad a la hora de buscar correlaciones que diferencien patrones de respuesta fisiológico-cognitivo-conductuales para cada emoción. Además, las respuestas fisiológicas autónomas parecen tener un carácter más inespecífico por lo que muy posiblemente sea a través de un conocimiento más profundo de los mecanismos cerebrales y sus funciones cognitivas asociadas como consigamos una mayor comprensión y discriminación de los distintos procesos.
El esquema del triple sistema de respuesta propuesto por Lang (Lang, 1968) es ya clásico y, en general, aceptado por todos. No obstante, han surgido gran variedad de modelos que intentan dar cuenta de una manera más precisa de la secuencia seguida por los distintos procesos que se desencadenan en las respuestas emocionales. Uno de los modelos que mejor engarza los diferentes componentes en una secuencia temporal es el propuesto por Scherer (Scherer, 1993). Su modelo procesual está integrado por cinco componentes:
1. Procesamiento cognitivo de estímulos: en primer lugar, inevitablemente, ya sea con o sin conciencia de ello, ha de realizarse algún tipo de procesamiento de estímulos internos y/o externos sobre los cuales se genera una evaluación automática y genérica respecto a su tono hedónico, es decir, si, grosso modo, ese estímulo nos resulta bueno o malo de manera incondicionada o aprendida.

2. Procesos neurofisiológicos: dicha evaluación desencadena una serie de cambios neurofisiológicos en el sistema nervioso central y autónomo, neurohormonales, etc., cuya principal función es regular todo el sistema para facilitar la adaptación del organismo a la nueva situación que se presenta.

3. Tendencias motivacionales y conductuales: como consecuencia de esos cambios neurofisiológicos se generan una serie de tendencias motivacionales y conductuales que predisponen al organismo para actuar (o para no hacerlo, inhibiéndolo).

4. Expresión motora: es en este punto cuando se desencadenan las expresiones conductuales características de una u otra emoción, fácilmente reconocibles por todos y que, además, sirven como potente fuente de comunicación de intenciones.

5. Estado afectivo subjetivo: Finalmente, como resultado de toda esta serie de cambios se generarán un estado afectivo subjetivo que podrá ser procesado y registrado conscientemente. Este registro y reflexión sobre el estado en el que nos encontramos es lo que configura un determinado sentimiento. Hasta este punto, todas las respuestas desencadenadas por aquel estimulo inicial han podido darse por debajo del umbral de la conciencia y, muy probablemente, no será hasta este momento cuando se pueda tomar un control realmente voluntario de la respuesta emocional. Este control, por lo general, tan sólo será parcial puesto que muchas de las respuestas ya se han iniciado. Sin embargo, en este estadio se podrá llevar a cabo una mayor elaboración de la información relacionada y realizar nuevas reevaluaciones que permitan un mejor ajuste de la respuesta global del organismo a las condiciones concretas en las que se dé.
Las respuestas específicas que se terminen dando dependerán de las características del sujeto (temperamento, estado de ánimo, personalidad, objetivos, expectativas) y de la situación social y ambiental en la que se encuentre. Finalmente, la conducta emocional podrá afectar al estímulo que la desencadenó y generar un bucle retroactivo con el entorno cuyo objetivo, en condiciones normales, será aumentar el bienestar y adaptación del organismo.
¿Podemos decir entonces que las emociones son conductas inteligentes? Ciertamente creemos que sí (otra cosa será que haya sujetos más o menos eficientes en su manejo). Su objetivo es aumentar la supervivencia y el bienestar del organismo, y, desde luego, no podemos negar que a lo largo de la historia evolutiva hayan supuesto una ventaja adaptativa. Sin embargo, a medida que el contexto vital del ser humano se ha ido haciendo más complejo (y las organizaciones sociales en las hoy día vivimos son quizás el mejor ejemplo de ello), aquellas respuestas inteligentes, pero más o menos estereotipadas, se fueron quedando cortas y fue haciéndose necesaria una mayor flexibilidad cognitivo-conductual que permitiese diferenciar nuevos matices.Estas apreciaciones tienen sus correlatos a nivel cerebral.

Clasificación de las emociones.
Aunque no existe un consenso general sobre la clasificación de las distintas emociones, podemos distinguir una serie de dimensiones a partir de las cuales estructurar la gran variedad de experiencias que se catalogan como tales:
§ Tono o Polaridad: hace referencia a la vinculación de la respuesta emocional con sensaciones que se mueven en un continuo de placer/desagrado. Sin embargo, no es del todo adecuado extrapolar emociones agradables/desagradables a buenas y malas pues, como se comentó, cada una de estas emociones cumple una función específica que en condiciones normales resulta adaptativa (o, cuando menos, así lo ha sido en el pasado de la especie).

§ Intensidad: en general, se considera que todas las emociones son de cierta intensidad, aunque ésta puede verse modulada por la combinación de las valoraciones primarias (positivas, negativas o irrelevantes para los objetivos personales) y secundarias (estimación de los recursos de los que se dispone para afrontar la situación).

§ Duración: las emociones tienen una duración reducida, con una ventana temporal que va desde los segundos a unos cuantos minutos, siendo en forma de estados de ánimo como éstas se prolongan más en el tiempo.
A raíz de los estudios transculturales de Paul Ekman sobre el reconocimiento de expresiones faciales características de distintas emociones (Ekman, 1994) o los realizados por Eibl-Eibesfeldt con niños ciegos y mudos (Eibl-Eibesfeldt, 1973), empezó a aceptarse la idea de que al menos algunas respuestas emocionales son innatas y están genéticamente basadas, representando adaptaciones comportamentales de un indudable valor ecológico en la interacción de los individuos con su ambiente físico y social. De esta manera se instauró una nueva diferenciación entre las emociones:
§ Primarias (innatas o universales): entre las que generalmente se cuentan seis: alegría, tristeza, ira, miedo, asco y sorpresa. Serían emociones independientes de la cultura, con una organización más bien innata, en las que existe una continuidad filogenética entre los tipos de estímulos que las provocan y los tipos de comportamientos con los que se asocian (Adolphs, 2002).

§ Secundarias (socioculturales): dentro de esta categoría podríamos encuadrar experiencias como la culpa, el orgullo, la vergüenza, la felicidad, o el amor, las cuales, se hipotetiza, podrían ser el resultado de fusiones entre emociones primarias (Plutchik, 2003). Estas emociones secundarias adquirirán infinidad de matices en función de las diferentes influencias socioculturales a las que los individuos se vean expuestos. Dependerán, por tanto, de la adquisición de conocimientos en el seno de una cultura (principalmente en las relaciones familiares), y su aparición será más tardía en el desarrollo del individuo. Según autores como LeDoux, la fusión de emociones básicas para generar otras de orden superior puede considerarse como una operación típicamente cognitiva, por lo que es probable que algunas emociones biológicamente básicas sean compartidas con muchos otros animales, mientras que las secundarias (creadas cognitivamente en interacción social) tiendan a ser más propias del ser humano, siendo mucho menor su continuidad filogenética (Le Doux, 1999).

Estructuras cerebrales vinculadas a las emociones
Cualquier experiencia emocional posee sus propios mecanismos y correlatos cerebrales que en algunos casos pueden verse solapados (a fin de cuentas, es la pauta general en el funcionamiento cerebral). El conocimiento sobre estos procesos es cada vez más profundo y las nuevas técnicas neurofisiológicas y de neuroimagen están proporcionando nuevos indicios sobre el funcionamiento, tanto normal como patológico, de los fenómenos emocionales. Es cierto que este conocimiento es mucho mayor en el caso de las que anteriormente hemos catalogado como emociones primarias, seguramente debido a la posibilidad que estas proporcionan de ser estudiadas comparativamente mediante experimentación animal y a la mayor robustez que les confiere su universalidad. No obstante, las nuevas herramientas de carácter no invasivo que se están desarrollando van a proporcionar valiosísima información que permitirá una mejor comprensión de los mecanismos neurobiológicos que sustentan las reacciones emocionales secundarias, más complejas y derivadas de las prácticas socioculturales.
Las estructuras y procesos cerebrales que se involucran en la generación de las experiencias emocionales, son:

1) Tres cerebros en uno
Ya en la década de los 70, MacLean, en un intento por explicar los fenómenos emocionales y sus mecanismos cerebrales asociados, desarrolló el concepto de sistema límbico y propuso un esquema de estructuración cerebral que contemplase los distintos niveles de complejidad que poseen estos procesos: es la conocida como hipótesis del cerebro triple (MacLean, 1970). Dicha hipótesis, de carácter evolucionista, se basa en la idea de que el cerebro de los mamíferos superiores actuales (entre los que nos encontramos los humanos) ha experimentado una serie de cambios progresivos en los que se han ido englobando las configuraciones cerebrales específicas de los antepasados comunes desde los que se presupone fueron evolucionando. De esta manera, el autor propuso la existencia de una estructuración cerebral compuesta por tres superestructuras o cerebros que, organizados jerárquicamente, conformarían nuestro cerebro actual.
Veamos por separado cada uno de estos 3 cerebros en 1:
1. Cerebro reptil (protorreptiliano u homeostático)

§ Comprendería el tronco cerebral, por lo que se trataría principalmente de un cerebro homeostático e instintivo que regula funciones básicas para la supervivencia del organismo.

§ Su funcionamiento sería autónomo y estereotipado, conllevando pautas de comportamiento reflejas e inflexibles.
2. Cerebro paleomamífero (emocional o límbico)

§ Este cerebro comprendería el conjunto de estructuras que conocemos como sistema límbico que sustentan la mayoría de los fenómenos emocionales.

§ La principal función de esta estructura, según Rains (Rains, 2004), sería la integración de la experiencia actual y reciente con los instintos básicos activados por el cerebro reptil. De esta manera, se obtendría un mecanismo de supervivencia menos autónomo que, aunque seguiría siendo automático, sería activado por estímulos ambientales, liberando al organismo de la expresión estereotipada de los instintos y dotándolo de mayor capacidad de interacción con su medio.
3. Cerebro neomamífero (neocortical o racional)

§ Comprendería las diferentes áreas neocorticales filogenéticamente más recientes. Estas estructuras serían capaces de regular emociones específicas creadas a partir de las percepciones e interpretaciones del ambiente en función de los objetivos del propio organismo.

§ Una de sus funciones, por tanto, sería la regulación de respuestas emocionales, lo que propiciaría un comportamiento mucho más flexible, basado en interpretaciones complejas y en el uso de capacidades de planificación a largo plazo, y que implicaría la capacidad de responder de manera no contingente a determinados estímulos para resolver de forma adecuada problemas complejos (principalmente surgidos en contextos sociales).

En condiciones normales estos tres cerebros trabajan conjuntamente (y junto al resto del organismo) para generar un único comportamiento integrado que posibilite la mayor adaptación posible a las circunstancias ambientales. No obstante, en situaciones críticas para la superviviencia, los sistemas primigenios pueden “raptar” los recursos cerebrales del resto de sistemas en pro de la homeostasis del organismo. Esto es posible debido a la existencia de jerarquías neuronales (Perna, 2005). Estas jerarquías se sustentan en la mayor proporción de conexiones nerviosas que se proyectan desde los sistemas primigenios hacia los más recientes, que las conexiones que existen en dirección inversa. De esta manera, la capacidad de reclutamiento que poseería el cerebro reptil sobre el emocional y el neocortical sería mucho mayor que la que éstos poseerían sobre el cerebro homeostático. Este hecho explicaría cómo pueden darse los “raptos” comentados en situaciones críticas. Sin embargo, esta circunstancia no quiere decir que las estructuras recientes no tengan la capacidad de influir en el funcionamiento de las más antiguas, todo lo contrario, ya que es precisamente la capacidad de influencia y regulación del sistema emocional y neocortical lo que permite un comportamiento flexible y adaptado en la mayor parte de las situaciones cotidianas.
¿Se puede hablar de un cerebro emocional?
Tradicionalmente se ha asociado el conjunto de estructuras que conforman el sistema límbico con el sustrato cerebral que posibilita la experimentación de los diferentes fenómenos emocionales, por lo que a dicho sistema se le ha llegado a denominar el cerebro emocional. El primero en describir este sistema cerebral fue Paul Broca, quien, en 1878, lo denominó “Lóbulo Límbico”, comprendiendo las estructuras del giro cingulado, giro subcalloso, giro parahipocámpico y la formación del hipocampo. Más adelante, James Papez (1937), basándose en la experiencia clínica, propuso su conocido circuito neuronal con el que intentaba explicar cómo interactúan procesos subcorticales (principalmente hipotalámicos, que mediarían las respuestas autónomas y conductuales simples; vía del sentimiento) y corticales (principalmente cingulados, que mediarían la experiencia emocional consciente y las acciones complejas basadas en emociones; vía del pensamiento) para producir respuestas y experiencias emocionales coordinadas. Además, Papez hipotetizó que este circuito poseía una elevada reverberación de la información entrante, característica que se encontraría en la base de los extensos periodos de activación autónoma y mental que las emociones pueden provocar (Papez, 1937).
No obstante, como se apuntó anteriormente, el autor al que se le atribuye el acuñamiento del término “Sistema Límbico” es Paul MacLean (1952), quien describe un conjunto formado por estructuras corticales (de la zona medial) y subcorticales que se encuentran en el limbo o frontera entre telencéfalo y diencéfalo, relacionadas fundamentalmente con la expresión, regulación y control de las emociones.
Veamos de manera esquemática algunas de las funciones vinculadas a las reacciones emocionales que cumplen las estructuras principales de este limbo:
§ Núcleo amigdalino: regulación de la conducta emocional innata y base de las respuestas y aprendizajes emocionales. Especialmente vinculado a las experiencias generadoras de miedo y a conductas agresivas.
§ Hipotálamo (cuerpos mamilares): principal conexión con el sistema nervioso autónomo y endocrino vía hipófisis y centros troncoencefálicos. Rector de las expresiones motoras emocionales básicas.
§ Hipocampo: principal estructura asociada al aprendizaje y memoria espaciotemporal, cumpliendo un papel fundamental, como veremos más adelante, en el condicionamiento contextual.
§ Área septal: vinculada al reforzamiento de conductas de supervivencia. Motivación sexual, cuidado de la prole, etc.
§ Núcleo anterior del Tálamo: principal distribuidor de la información derivada de los estímulos emocionales hacia la corteza ventromedial prefrontal (radiaciones talamo-corticales) y hacia estructuras subcorticales como el hipocampo y la amígdala.
§ Circunvolución cingulada: se propone como una de las zonas donde se realiza la integración de la información emocional con la cognoscitiva. El cíngulo anterior se relaciona con el control o dirección de la atención, con las conductas de anticipación, la monitorización de acciones que median reforzadores negativos y con la modulación de estados cognitivos y afectivos.
Aunque este esquema del sistema límbico como sustrato organizador de las emociones resulta especialmente atrayente (estructuras agrupadas en base a consideraciones anatómicas desde una perspectiva evolucionista), diferentes autores (Kotter, 1992) proclaman la insuficiencia de dichos argumentos y la falta de consenso sobre los criterios a tener en cuenta para la inclusión de estructuras en este sistema. Además, en la actualidad, cada vez se apoya con mayor fuerza el papel fundamental de la Corteza Prefrontal en la integración de la información sensorial y emocional crítica para la toma de decisiones y la conducta social adaptativa, así como para la interpretación, expresión y modulación de las emociones.

Amígdala: protagonista en las emociones.
Este núcleo cerebral juega un papel central en las reacciones emocionales básicas y, especialmente, en las experiencias de miedo, tanto innatas como aprendidas. Al haber sido elegida esta respuesta emocional como modelo experimental (principalmente por ser una de las universalmente reconocidas, ser básica para la supervivencia, y ser fiable y fácil de provocar experimentalmente) este núcleo ha sido estudiado en profundidad (Rains, 2004).
De manera esquemática, la amígdala implementa respuestas rápidas e inconscientes, poco precisas pero eficaces, que la han erigido como un núcleo generador de adaptaciones a corto plazo vitales para la supervivencia del organismo.
Esta estructura está formada por un conjunto de varios núcleos que tradicionalmente se agrupan en tres: 1) núcleos corticomediales, 2) núcleos basolaterales, y 3) núcleo central. Los núcleos corticomediales reciben información aferente olfativa, mientras que los basolaterales reciben aferencias visuales, auditivas, gustativas y táctiles. El núcleo central coordina la información eferente que dará lugar a las variadas respuestas emocionales tanto autónomas (simpáticas y parasimpáticas), como endocrinas y conductuales.
La amígdala es el principal núcleo cerebral relacionado con las respuestas de miedo. Estas respuestas pueden ser activadas de manera incondicionada por determinados estímulos que han adquirido ese valor a lo largo de la filogenia de la especie. Pero además de estas respuestas innatas, diversos estudios apoyan que el complejo amigdalino es central en el recuerdo de las experiencias de miedo y en el aprendizaje de nuevos estímulos a los que pueden asociarse a través de interconexiones con el hipocampo y el cortex prefrontal que modularán la expresión de estas memorias una vez aprendidas (Maren, 2005).

El rol de la corteza en los fenómenos emocionales
Hasta ahora hemos prestado especial atención a las estructuras subcorticales y límbicas relacionadas con los procesos emocionales. Sin embargo, se ha dado gran importancia que han ido adquiriendo diferentes estructuras corticales, sobre todo en la medida que ha ido avanzando el conocimiento sobre el funcionamiento de los sistemas prefrontales. Así, hoy día sabemos que la corteza cerebral juega un papel muy importante en diversos aspectos de las emociones:
§ Expresión de las emociones. Como, por ejemplo, la prosodia afectiva del lenguaje o la ejecución de las expresiones faciales.

§ Interpretación. De componentes como la comentada prosodia afectiva, las expresiones faciales, comprensión del humor o la comprensión de situaciones emocionales (tanto verbales -semántica emocional- como no verbales, de gran importancia para el comportamiento social adaptado).

§ Regulación y monitorización de las respuestas emocionales.

§ Experiencia consciente de éstas (los sentimientos).
En general el hemisferio derecho parece estar más especializado en la expresión e interpretación de las emociones. Sin embargo, las evidencias empíricas que se poseen apuntan a que el hemisferio izquierdo también interactúa en dichas funciones. De esta manera, los procesos corticales que intervienen en las reacciones emocionales constituyen el extremo superior de un continuo de la capacidad expresiva e interpretativa de dichas reacciones en cuyo extremo inferior se encontrarían los condicionamientos sustentados por el sistema amigdalar.
Veamos ahora, para finalizar este punto sobre los sistemas cerebrales vinculados a las emociones, de manera más detenida el papel que juega las estructuras corticales con mayor implicación en los procesos emocionales: las estructuras prefrontales.
El papel del cortex prefrontal
En ambientes sociales complejos, como en los que el ser humano se desenvuelve en la actualidad, puede ocurrir que las reacciones emocionales determinadas por la vía rápida tálamo-amígdala no sean adaptativas e, incluso, sean contraproducentes. A pesar de ser respuestas muy rápidas y efectivas, en contextos sociales complejos con frecuencia suelen ser necesarias acciones más deliberadas que tengan en cuenta otros factores ambientales y personales, así como la habilidad para anticipar, planear y monitorizar las conductas en marcha y las futuras. La evidencia científica apunta a que son las estructuras prefrontales las principales encargadas de organizar el comportamiento y la toma de decisiones implementando dichas capacidades, convirtiéndose así en el dispositivo controlador del cerebro emotivo, fundamental en la regulación emocional, la comprensión de situaciones complejas y el comportamiento social adaptativo.
En condiciones normales ambos hemisferios trabajarán de manera complementaria en la regulación y control de las emociones. Sin embargo, investigaciones como la de Canli y cols. (Canli, 1998) sugieren que cada división hemisférica muestra una vinculación diferencial con las reacciones emocionales de valencia positiva y negativa:

§ Derecha: dominante en el control del tono emocional, con un mayor procesamiento de las emociones de valencia negativa, como el miedo o la ira, y mayor vinculación con aspectos automáticos relacionados con la supervivencia inmediata. Promueve conductas de alejamiento, timidez, depresión, etc.

§ Cuando las lesiones prefrontales están focalizadas en este hemisferio es frecuente que aparezca un síndrome psicopático (hipercinesia, desinhibición conductual, actitud pueril y jocosa, agitación, impulsividad, irritabilidad, falta de juicio social, autoindulgencia), principalmente por afectación orbitaria. Asimismo, son frecuentes sentimientos de euforia injustificados y anosognosia.
§ Izquierda: es dominante respecto al contenido e interpretación de las emociones positivas. Lleva a cabo un control cognitivo de los estados emocionales a través del lenguaje. Promueve conductas de aproximación, vigilancia, control y superación de estados disfóricos y media en las respuestas del sistema inmunitario.

§ Lesiones prefrontales focalizadas en este hemisferio (preferentemente dorsolaterales) pueden generar un síndrome pseudodepresivo (hipocinesia, apatía, falta de impulso, reducción del habla, indiferencia, falta de planificación, inercia psíquica y ausencia de motivación).

Corteza Frontal medial
Las áreas de esta región frontal reciben información sensorial altamente procesada de todas las áreas sensoriales corticales y, además, mantienen conexiones recíprocas con la amígdala y con muchas de las áreas hacia las que ésta proyecta. Por tanto, esta zona prefrontal parece ser una interfase entre la corteza sensorial y la amígdala donde se integra la representación del mundo con sus matices emocionales.
La corteza frontal medial y la amígdala se influyen mutuamente, regulando y modulando sus respectivos efectos. De esta manera, las respuestas a corto plazo activadas por la amígdala pueden ser inhibidas por la corteza frontal medial. No obstante, la amígdala también puede superar esta inhibición y regular a su vez el funcionamiento de la corteza frontal medial, estimulando la organización de secuencias de acción a largo plazo basadas en las emociones (planificación, conducta sostenida, automonitorización, etc.). Por tanto, el resultado de estas interacciones puede generar inhibición o potenciación tanto de las respuestas amigdalinas como de las respuestas frontomediales más a largo plazo con base en la información emocional.

Una zona que frecuentemente se relaciona con la corteza frontal medial es la comentada corteza paralímbica cingulada anterior (áreas 24, 25 y 32 de Brodmann). Esta región se relaciona con procesos de control de la propia conducta. Entre ellos se incluyen procesos evaluadores y de inhibición de respuestas asociados a la anticipación de las posibles consecuencias según la experiencia previa del sujeto (principalmente en relación con recompensas negativas, siendo más especifica la activación orbitofrontal cuando se trata de recompensas positivas) (Martínez, 2006). Por tanto, estas zonas mediales se relacionan con el control conductual y la capacidad de evaluar riesgos y esfuerzos que constituyen, probablemente, la base de la motivación consciente de la conducta. Así, las lesiones de esta región (síndrome prefrontal medial o cingulado anterior) se caracterizan por presentar sujetos apáticos, con afectación de sus capacidades volitivas, pérdida de la espontaneidad y falta de iniciativa e interés.
Corteza Orbitofrontal
Esta región del cortex prefrontal parece ser la interfase o compuerta de la información emocional, proveniente de la amígdala, hacia la memoria de trabajo sustentada por las regiones dorsolateral y cingulada anterior. Al igual que la región medial, posee conexiones recíprocas con la amígdala y los sistemas sensoriales, implementando una integración de la representación del mundo y del procesamiento emocional, por lo que sería razonable considerar que esta zona prefrontal sustentaría una especie de memoria de trabajo emocional crucial para el razonamiento, la toma de decisiones y el comportamiento social adaptativo. Las lesiones de esta región (síndrome prefrontal orbitario) se caracterizan por presentar a un sujeto desinhibido, con un comportamiento impulsivo e irritable, alteración del juicio, distractibilidad, conductas de dependencia del medio, posible moria y euforia, así como los patrones de psicopatía o sociopatía adquirida comentados con anterioridad.

Corteza Dorsolateral
Esta región prefrontal se relaciona con la organización temporal de la conducta, atención selectiva, flexibilidad cognitiva, el habla, la formación de conceptos o el razonamiento entre otras [que son, en general, las capacidades que se suelen medir en los tests clásicos de función ejecutiva], pero su implicación en las experiencias emocionales es menos específica que la de las zonas comentadas hasta ahora. No obstante, dado su papel fundamental en la consecución de la experiencia consciente a través de la memoria de trabajo activa [recordemos la necesidad de este hecho para considerar los sentimientos], no podemos dejar de hacerle mención. Veamos por tanto cuales serían los requisitos necesarios para la experimentación consciente de las emociones:
1. Memoria de Trabajo [MT]: Integra información a corto y largo plazo para interpretar la situación actual, dirigiendo procesos atencionales, perceptuales, mnésicos y ejecutivos. Según LeDoux, los estados de consciencia ocurren cuando el mecanismo responsable del conocimiento consciente, la memoria de trabajo, se percata de la actividad que está teniendo lugar en los mecanismos de procesamiento inconsciente y la integra.
2. Información entrante de la amígdala hacia la MT: como hemos comentado, esto sucede, muy probablemente, vía corteza orbitofrontal.
3. Excitación cortical: activada por las influencias de la amígdala sobre regiones troncoencefálicas. Sirve para enfocar la atención sobre los estímulos emocionales y para la perpetuación de las respuestas amigdalares.
4. Retroalimentación desde el cuerpo: esencial para la experiencia emocional y la toma de decisiones.
Así, podríamos decir que los sentimientos (experiencia consciente de las reacciones emocionales) son el resultado de la representación de todos los procesos emocionales en la memoria de trabajo donde se integran con la información actual y pasada para generar una percepción coherente que será de utilidad para guiar el comportamiento de manera adaptada al entorno.

En la actualidad debemos asumir que las funciones cognitivas no son, ni más ni menos, que el reflejo de un cerebro que procesa información (Duque, 2008). Bien, entonces, ¿podemos considerar las respuestas emocionales como una función cognitiva? Según esta visión, las emociones (o, al menos, sus componentes centrales corticales) pueden considerarse una función cognitiva. Evidentemente, éstas poseen características particulares y componentes que van más allá de lo puramente cognitivo, con una historia filogenética muy antigua y posible base a partir de las que algunas de las funciones cognitivas que actualmente poseemos se desarrollaron. No hay un cerebro emocional y otro cognitivo-intelectual (aunque con fines analíticos y explicativos podamos hablar de ellos), hay un solo cerebro cuyos diferentes sistemas interactúan con el resto del organismo para producir la cognición y, a fin de cuentas, el comportamiento (ya sea este explícito o implícito). Tal y como hemos podido ver, las emociones son una fuente muy importante de cognición, propiciando un rico y variado procesamiento de información, de cognoscimiento sobre nuestro ambiente. De este modo, y siguiendo la línea de autores como Kolb y Whishaw, las emociones pueden -por no decir deben- ser consideradas como una de las funciones cognitivas superiores del ser humano (no hay que acomplejarse porque algunas de ellas las compartamos con otros animales “inferiores” o porque en algunas ocasiones dominen a nuestra todopoderosa razón), y prueba de ello es la implicación fundamental de estructuras filogenéticamente modernas (como las zonas prefrontales comentadas) en la experiencia y regulación de las respuestas emocionales y la importancia capital que éstas tienen en nuestras interacciones, decisiones y quehaceres diarios (siendo, por ejemplo, un componente cada vez con más peso en las teorías de la inteligencia).

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